En la mitología romana, Proserpina ―Perséfone en la griega― es la hija de Ceres y Júpiter. Por un problemilla de pelusas entre hermanastras, Venus encarga a su hijo Cupido que asaetee a Plutón ―tío de ambas hermanas, dios de las profundidades infernales y, por lo que se cuenta, dotado de un carácter algo difícil― para que se enamore de Proserpina. Como entre los dioses romanos la galantería solía brillar por su ausencia, Plutón salta furioso desde dentro del Etna para llevarse a Proserpina al Hades por las bravas. El rapto se consuma ―pero todo con papeles, porque una vez en tierra de muertos se desposa con ella mediante un curioso ritual con una granada, fruta de la fidelidad― mientras Ceres comienza a echar de menos a su hija y se pone a buscarla. Lo único que encuentra de ella es su cinturón, por lo que, en su sagacidad, deduce que algo malo ha pasado. Como se supone que entre seres divinos no hay secretos, se siente ultrajada e inicia una especie de huelga hasta que se aclare lo sucedido. Ceres es la diosa de la agricultura, así que su presión consistió, por un lado, en paralizar el desarrollo de las cosechas y, por otro, en convertir en desierto cada parte del mundo que iba pisando en su búsqueda de pistas. Júpiter comprende que la cosa puede llegar a ponerse fea de verdad y envía a Mercurio ―lo más parecido a un abogado que había en el Olimpo― a mediar al Hades. Sus gestiones resultan fructíferas y regresa con Proserpina para entregársela a Ceres, pero con la condición de que cada año pase seis meses con su madre y seis con su marido ―otras versiones hablan de una especie de síndrome de Estocolmo provocado por la ingesta de la granada―. Así justifica la mitología clásica la sucesión de las estaciones: Proserpina llega en primavera, por lo que su madre se pone muy contenta y lo llena todo de flores para darle la bienvenida; pero vuelve a marcharse en otoño, así que Ceres retorna a las andadas.
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